Política, tratemos de entenderla
- EL ÁGORA DE LOS CONTESTATARIOS
- 20 jun 2020
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 27 jun 2020
Autor: Leviatán

Cuando se habla de política, no es para nada anómalo toparse con un montón de axiomas tan diversos como los colores y tan creativos como un estudiante procrastinador: «La política es una ciencia; se trata de la democracia; es la representación de las comunidades; es la ilusión de una vida mejor». Inclusive, esta infame palabra suele asociarse directamente con un sinfín de connotaciones alevosas y malévolas, como si de un sinónimo se tratase: «política es corrupción; es un falso discurso; es tentar a la muerte». Otros en cambio, un poco más aventurados, se apresuran a implementarla como adjetivo: «es usted un canalla, un usurero, un político». Tantas definiciones, y sin embargo, con cada una de ellas nos distanciamos más de su verdadero significado.
El problema se agudiza cuando nos remitimos al apartado teórico que se articula a raíz de dicha palabra, pues es en este momento cuando nos damos cuenta que la explicación de este concepto en sí mismo entrama notables ápices de indeterminación que desfiguran su significado, dificultando en consecuencia su comprensión. En este sentido, si nos damos el lujo de consultar la definición de «política» en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (RAE), por ejemplo, encontraremos que hay cuatro resultados que se entrelazan de maravilla –de doce entradas arrojadas por dicho portal, sin mencionar aquellos complementos específicos que se derivan de la semántica de cada palabra–, los cuales resuenan en armonía con una visión que, casualmente, es la que enajena casi de inmediato la percepción de muchas personas cuando este asunto adquiere el protagonismo en las cenas familiares, las conversaciones con amigos o en los confines de la cabalidad personal: Estado, gobierno y gestión pública.
Desde el trajín cotidiano, inmersos en los azares del pensionado, del trabajador, del estudiante o revestida de incertidumbre, desde la posición del desempleado, la política no es más que otra filiación presente en la arquitectura interna del Estado, la cual influye de alguna manera en el devenir de la sociedad, trastocando de manera directa las condiciones de vida a las que se ven sujetos; integrada por la clase dirigente –y quienes aspiran serlo–, se define entonces como una instancia donde los gobernantes establecen directrices, leyes y normas que modifican las reglas de juego que determinarán la situación de un país, un estado o una nación. He aquí el principal desacierto que brota cuando se habla de política.
Ahondemos de nuevo en las enciclopedias, en las tesis que tratan de explicar la política; es más, regresemos a los dominios de la RAE. Dejando de lado las definiciones observadas con anterioridad, adentrémonos con intriga en la nueva senda teórica que nos permite recorrer el enunciado número once: «11. f. Arte o traza con que se conduce un asunto o se emplean los medios para alcanzar un fin determinado». Y es que, gracias a este breve pero revelador aporte, se nos abre una nueva ventana para comprender que tal ambigüedad no atiende enteramente a un problema de diccionario, sino que también lleva a un desliz de comprensión.
La política no se refiere a las personas que ostentan el poder en una comunidad –los conocidos políticos–, ni se limita a vehementes deliberaciones entre hombres y mujeres bien vestidos en un tribunal, un juzgado o a través de la intangibilidad de los noticieros, tras la presencia ineludible de un atril o un micrófono; en palabras de Remy De Gourmont, novelista, periodista y crítico de arte francés: «La política depende de los políticos más o menos como el tiempo depende de los astrónomos». La acción política tampoco se estanca entonces en la acción de imponer leyes que beneficien los mercados o legitimar reformas constitucionales que modifiquen los estados de excepción. La política es, en el sentido más pragmático de la palabra, una herramienta.
La política es un poderoso instrumento social de medición y, al mismo tiempo, un gran dispositivo de observación. Por un lado, se identifica como herramienta de medición ya que tiene la capacidad de cuantificar, de manera flexible y concreta, los alcances que tienen las relaciones sociales humanas y el impacto que tienen estas en los espacios donde se entablan; mientras que, por otro lado, evoca una eficaz herramienta de observación analítica, dado que permite monitorear con detenimiento la aplicación de los métodos y recursos que utilizan los individuos para perpetuar dichas relaciones.
La esencia de lo político es inherente a los grupos, a conjuntos de individuos, ya que nace de la necesidad de hallar una forma de convivir con el otro, siendo que, en caso de que no exista un camino para establecer aquel contacto, o todas las vías disponibles sean vericuetos roñosos, se pueda forjar una nueva ruta a través del diálogo y, principalmente, por medio de las acciones –en un proceso conocido como praxis: volver pragmático lo teórico–. Evocando así una frase del general y gobernante francés Napoleón Bonaparte: «Nada va bien en un sistema político en el que las palabras contradicen los hechos». Es por esto que la política solamente puede existir en comunidad, puesto que en soledad no es la política quien interactúa con nosotros mismos, sino que aquello le corresponde la conciencia; en este sentido, la política es la conciencia de las sociedades.
Hay que tener prudencia cuando se pretenda embestir contra la estirpe política, ya que, de hecho, todos somos políticos. Cuando queremos comprar un libro en una tienda o cualquier otro producto, e intentamos negociar con el vendedor porque pensamos que el precio del mismo podría ser considerablemente menor, nos encontramos haciendo uso del instrumento político, pues este no es exclusivo de un gobierno o de un grupo de individuos con traje y corbata, es una maquinaria intrínseca y propia de todos los integrantes de un conglomerado social.
Entonces, ¿Por qué el término «Política» viene rebosado de tan perniciosa concepción? Para hallar la respuesta debemos apoyarnos en el proceder histórico y en la confrontación contextual. En los tiempos que corren, se ha satanizado desorbitadamente todo vestigio que tenga la más mínima relación con este concepto, llegando hasta el punto en el que hablar de política se vuelve un tabú tan grotesco que silencia con virulencia la opinión de la gente, como si una mordaza de plomo y deshonor les impidiera articular palabra alguna. Y no es para menos, pues la raigambre de tal malinterpretación suscita una constante que ha escoltado a nuestra historia por demasiado tiempo, haciendo las de un compañero fiel, o las de una sanguijuela regordeta y glutinosa: estamos hablando de la corrupción.
Por desgracia, en nuestra sociedad –y, en mayor o menor magnitud, en todas las naciones del mundo– la corrupción ha sido un complemento idóneo para el funcionamiento del Estado. Es aquí donde la herramienta sindical que representa la política se vuelve un arma arbitraria, la cual no satisface un objetivo social, sino que se utiliza para medir la manera en que los bolsillos de unos cuantos se desbordan de ingresos –especialmente en aquellas sociedades donde predominan las instituciones extractivas, tales como Venezuela, Bolivia o Colombia, entre otros; países donde prolifera la acumulación de capital político y económico en mano de una élite privilegiada y exclusivista, como lo ilustra con gran lujo de detalles el libro «Por qué fracasan los países», de Daron Acemoglu y James A. Robinson–.
Sin embargo, los escenarios donde este instrumento puede aplicarse –y, por ende, sectores donde el parásito de la corrupción puede expandirse– no se limitan a una nación, un país, o al mismo ámbito internacional, sino que inclusive tiene la capacidad de difundirse los espacios cotidianos, puesto que si la política no es única de los mandatarios y funcionarios públicos, eso quiere decir, desafortunadamente, que la corrupción tampoco es exclusivamente suya. En efecto, cuando un estudiante soborna a un profesor para pasar un examen, por ejemplo, tanto el alumno como el maestro han sido permeados por la corrupción, el primero por proponerlo y el segundo por aceptarlo.
A modo de conclusión, podemos dictaminar que este término ha caído en la vorágine de la demonización popular a razón del mal manejo que le han dado muchos de sus empleadores a lo largo del tiempo, siendo víctima de múltiples laceraciones conceptuales propiciadas por ambigüedades conceptuales, prejuicios nocivos o simplemente vacíos de comprensión. Es por ello que resulta pertinente alejarnos de aquel precepto que dicta que la política es un apartado superfluo compuesto por gobernantes inescrupulosos, dictámenes infranqueables y entes abstractos; al contrario, debemos remontarnos a su esencia, al noble objetivo para el cual fue consagrada en primer lugar: servir como un instrumento encaminado a lograr un fin u objetivo social, una interacción conjunta. Después de todo, la política también puede ser un arma, todo depende del dedo que esté detrás del gatillo.
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