Instituciones: cunas del miedo y la decepción
- EL ÁGORA DE LOS CONTESTATARIOS
- 13 jul 2020
- 5 Min. de lectura
Autor: Leviatán

En la actualidad, nuestro país se ha visto azotado por las inminentes implicaciones que una pandemia global trae consigo, socavando desde terribles efectos económicos que desestabilizan la fluctuación de recursos indispensables para el correcto funcionamiento de una nación, hasta las más alarmantes muestras de histeria colectiva, causadas por la incertidumbre de combatir a un enemigo que somos incapaces de ver, pero que definitivamente podemos sentir. Sin embargo, alejada de la mirada pública, resguardada tras los aposentos taciturnos de lo que es más conveniente callar, existe una ignota enfermedad que ha aquejado a nuestra sociedad desde mucho antes que el infame covid-19. Se trata de una condición que ha trastocado la prominencia de aquellos entes que se supone deberían encargarse de mantener el orden y profesar la buena convivencia entre ciudadanos, desembocando en un efecto paradójico, puesto que, pese a la gran influencia que dicho mal tiene sobre el actuar de las personas, es una problemática que no se combate, sino que simplemente se naturaliza: nos referimos a la deslegitimación de las instituciones.
Antes de disecar la patología en sí, es necesario aclarar quiénes se ven perjudicados por esta, y para ello, hablaremos sobre las instituciones. Lo primero que ataca la mente cuando se escucha la palabra «institución» es, probablemente, una especie de instancia que se encarga de desarrollar y medir la eficacia de una función particular, bien sea de asuntos políticos o temas económicos –incluso los deportes se asocian con cierto tipo de instituciones, como el ministerio de deporte, por ejemplo–, y aunque esta definición sea hasta cierto punto acertada, tomarla de manera tan literal acarrea un problema, y es que deja por fuera la verdadera función para la cual las instituciones están planeadas.
¿Cuál es entonces la verdadera función de las instituciones? En un marco de Estado y nación, las instituciones son las encargadas de establecer las normas de juego de una sociedad, modificando en consecuencia el comportamiento de sus integrantes. Sin embargo, estas «reglas» que delimitan el campo de acción dentro de un territorio no se deben establecer de forma arbitraria, sino que deben regirse bajo el amparo de la máxima pauta dominante de un Estado: su constitución –o al menos eso es lo que se espera–. Lo anterior es expuesto con gran precisión en el texto de Manuel María de Artaza Montero, profesor de Ciencias Políticas y de la Administración de la Universidad de Santiago de Compostela, España, titulado «La ciencia política, la historia y las instituciones», en donde se habla del papel fundamental que desempeñan estos organismos en el correcto operar de un Estado y cómo influyen en la forma de actuar de las personas.
«Así, hoy se ha ampliado el concepto, si bien hay consenso para definirlas, básicamente, como las reglas del juego normas formales e informales (en estas últimas reside la novedad) estables en el tiempo que orientan el gobierno de las distintas sociedades y el comportamiento de sus miembros». Deslegitimar las instituciones se traduce, por un lado, como el desacato de las pautas de comportamiento y operabilidad previamente establecidas en una sociedad; y por otra parte, como una falta de relevancia que provoca que dichas normas se vuelvan incapaces de actuar, de manera eficiente, en los espacios para los que fueron concebidas.
En este sentido, la realidad de Colombia no es para nada distante de lo anterior. Por desgracia, para nadie es un secreto que la corrupción es el asunto del que más se habla en el país y que constituye, al mismo tiempo, el aspecto que menos se denuncia. El GRAP –Grupo de Revisión y Análisis de Peticiones, Denuncias y Reclamos de Corrupción, un apéndice de la Secretaría de Transparencia, cuya función consiste en gestionar la información suministrada en denuncias referentes a temas de corrupción– manifestó que, entre los años 2014 y 2018, se hizo cargo de 25.897 denuncias, de las cuales 11.960 corresponden a denuncias por casos de corrupción (el 46% de las acusaciones).
Entre esas 11.960 denuncias, el 56% corresponden a los ciudadanos, el 25% al sector privado –integrado por gremios y empresas–, el 11% representa a la sociedad civil organizada y, en última instancia, el Gobierno Nacional tan solo el 8%. Esto se explica gracias a una posición suspicaz ampliamente asumida por los habitantes, quienes ven con sentida desconfianza los procesos que se realizan en las instituciones responsables de llevar a cabo los juicios y seguimientos pertinentes a las denuncias. La situación es tal que diversos escándalos, relacionados con agentes que hacen parte del sistema judicial, han provocado, además de bajas expectativas hacia este, una desestimación general de los jueces y magistrados que articulan las distintas ramas del poder público.
La gente considera que lo racional es evitar involucrarse en un proceso incierto de denuncia de actos de corrupción, ya que de hacer lo contrario, esto no solo representaría una total «pérdida de tiempo», sino que también podría significar, en muchos casos, una clara tentativa contra la vida misma.
la Sociedad Interamericana de Prensa señaló lo siguiente: «Las denuncias sobre corrupción política y administrativa, y el accionar de grupos paramilitares, son los principales móviles en el caso de 59 periodistas asesinados por razones de oficio en Colombia entre 1993 y 2009, según arrojó un estudio sobre homicidios contra estos profesionales en el país». No se trata de un problema reciente, la ineficacia de las instituciones se ha venido gestando desde hace más de dos décadas. Si miramos el tiempo presente, la situación se ha mantenido casi inmutable: Para el 18 de febrero de este año, ya contábamos con 4 asesinados involucrados en denuncias de corrupción, según una noticia publicada por la revista Semana en esa misma fecha.
El panorama no es muy esperanzador, teniendo en cuenta las falencias de un sistema que enfatiza en «detener para luego investigar», tal como lo expresa Francisco Bernate Ochoa, y el peligro intrínseco que parece acompañar los procesos de denuncia. Siendo esta nuestra realidad, ¿qué podemos hacer para cambiar esta complicada situación? Y es que la respuesta yace, precisamente, en aquello que genera el problema.
Resulta completamente necesario el conseguir que las personas cambien su mirada con respecto a las instituciones y la labor que estas desempeñan; pasar de «es una pérdida de tiempo» a «pierdo tiempo al no hacer nada». Para ello, hay que reestructurar la manera en que se disponen las personas que pasarán a integrar las instituciones. No se trata de limitar o expandir sus jurisdicciones, es más relevante y trascendente implementar un sistema meritocrático que acabe con el «yo elijo, tú me eliges», de modo que, por medio de convocatorias públicas o seguimientos de entidades exclusivamente dedicadas al nombramiento de personas que cuentan con las aptitudes y habilidades necesarias, se puedan seleccionar a aquellos que demuestren, de una vez por todas, ser merecedores de los puestos a los que accedieron, velando por que se regrese el honor que alguna vez tuvieron estos cargos. También resulta idóneo destacar la importancia de que las instituciones implementen incentivos para que los habitantes se vean influenciados a denunciar actos de corrupción; del mismo modo, se deben priorizar medidas que garanticen la seguridad de quien tenga la valentía de denunciar un acto de tal categoría.
A modo de síntesis, nos encontramos con que el problema de legitimidad que presentan las diversas instituciones colombianas es un causante directo del problema de corrupción que presenta el país, y por esta razón, es imprescindible reorganizar la estructura de las mismas. Después de todo, estos entes establecen las reglas de juego, y nadie nunca apostaría su dinero –o seguridad– en una partida arreglada.
Comments