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Pasión en la frontera

  • Foto del escritor: EL ÁGORA DE LOS CONTESTATARIOS
    EL ÁGORA DE LOS CONTESTATARIOS
  • 20 jun 2020
  • 7 Min. de lectura

Actualizado: 29 jun 2020

Autor: Leviatán

Cuento - Pasión en la frontera
Pasión en la frontera

Y ellos corrían, libres y dolientes en una tragedia que se tomaba toda la frontera, en el desamparo de un sollozo acaso inaudible para los uniformados de ambos bandos; inmersos en el recuerdo del abrazo que jamás pasó, rodeados de la memoria simbólica del beso de dos amantes imposibles, condenados a ser cifras que anunciarían los periódicos, presos del miedo de tener que abandonarse una vez llegada la noche, cuando los devoraba la terrible incertidumbre de no saber si volverían a verse al día siguiente.

Desde que se vieron por primera vez, aquella tarde de lánguido resplandor avivada por los azafranes, apartados por la interminable presencia de una cerca adornada con un sombrero para nada inocente de alambre de púas, y unidos al tiempo por el fragor de las miradas que les impedían hacer otra cosa más que desearse, tanto ella como él supieron de inmediato que era una locura. El solo hecho de intentarlo ya era motivo suficiente para caer entre rejas o quizá algo peor; pero el latir es obstinado y eso le mantiene vivo, por lo que, pese a la incapacidad de tocarse y al asedio asfixiante de los soldados, siguieron visitándose desde entonces.

Ella siempre traía consigo una canastita de mimbre que le colgaba del brazo, repleta de flores otoñales que recogía de las planicies y frutas silvestres que arrancaba con esfuerzo de la base de los árboles florecidos —las cuales alcanzaba empinándose y dando pequeños saltitos—. Cuando estaban el uno frente al otro, acomodados sobre montículos de hierba que había organizado cada uno en su lado de la cerca, ella, risueña, de piel de seda y sonrisa abrasante, le arrojaba a su acompañante algunas de las bayas que traía en el cesto y se enzarzaba una pequeña florecilla en el cabello, resaltando así la sonrisa impecable que tanto encandilaba al hombre de ropas remendadas que tenía justo delante. Él, por su parte, un señorial joven de espalda ancha, piel insolada y dedos maltratados por la labranza de la tierra, siempre se presentaba ante aquella chica portando un atuendo carcomido por el polvo y ensopado por la humedad, lo que respondía a un anhelo inesperado de volverla a ver que lo mataba de euforia; una sensación que le robaba el aliento en una especie de asma pasional, cuyo único alivio era escuchar su risa seráfica al otro lado de la reja, aun si esto significaba abandonar los cultivos de fresas en el pleno apogeo de la tarde, en una huida efímera y desconsolada. De hecho, la importancia que este le otorgaba a su apariencia fue decayendo aún más a medida en que aumentaban reuniones que en un momento se consideraron impensables, pues el temor de desagradar a la mujer de intachable semblante que lo acompañaba se esfumó completamente cuando, en lugar de recibir aprehensiones de presentación e higiene por su parte, se topaba con la calidez de sus gestos, con la amabilidad de sus regalos y con las profundas miradas mutuas que por sí solas mantenían conversaciones de ensueño donde las palabras eran una vulgar intromisión.

Poco importaban las apariencias, se volvieron amantes desbocados sin haberse tocado ni una sola vez; enamorados que desconocían el tacto de la piel del otro. Al principio, cuando apenas se encendían las brasas de un juego de interés, se veían escasamente una vez por semana, para lo cual debían valerse de una muy buena razón que les permitiese escapar de sus monotonías sin ser vistos —en especial por los soldados de traje de Mao y los de turbante—. Sin embargo, el ansia de lo indebido y el deseo de sentir el toque de sus voces pronto los volvió dependientes de sí; para ellos, hasta la más mínima excusa adquirió la legitimidad necesaria para justificar el malestar que les producía no estar juntos: para liberarse del lastre de los cultivos de su padre, él miraba hacia al cielo en los momentos en que las nubes yacían ennegrecidas, convenciéndose de que no tendría que regar los cultivos ya que estaba seguro de que la lluvia se encargaría del trabajo. Lo decía incluso cuando no había nubes. Ella en cambio, más lírica y poética, le decía a su madre que el campo había sido atravesado de pies a cabeza por un caudaloso río de azafranes de todos los colores, como si la esencia indómita del arcoíris se hubiese trasladado a la pasividad de la tierra. Siempre que lo escuchaba, la anciana mujer, condescendiente, con artritis en la rodilla izquierda y una piel lastimada por una vida bajo, le entregaba a la vivida doncella otra canastita de mimbre, encargándole que trajera a casa cuantas flores pudiera. Nunca llegó ni un descolorido tulipán. No existía en el mundo —ni en la frontera— peligro suficiente para segar los delirios de aquellos amantes que se habían entregado al querer lejano, quienes habían compensado las caricias irremplazables con el abrazo acústico de sus voces; quienes se desnudaban con la mirada y hacían el amor en una conversación.

Entonces las sirenas estallaron. Una disputa se había producido entre los bandos militantes que monitoreaban la frontera, las tensiones acumuladas tras la ocupación de aquel territorio adjudicado a la India por parte de las tropas del gigante asiático —aunado a diversos roces violentos entre batallones que terminaban en batallas campales a puño limpio—, desencadenaron en una contienda anunciada ya desde hace tiempo. Ambos ejércitos, plantados en acabar con los desafueros de soberanía de una vez por todas, reforzaron su seguridad y comandaron la llegada de aterradores vehículos de artillería, situando a los habitantes de la zona fronteriza en el radio de una bomba que podría devastar la región en cualquier momento: se desplegaron torretas pesadas de gran calibre en puntos estratégicos del valle, aumentó significativamente el número de soldados que custodiaban la gran valla y se promulgó un periodo de hostilidad donde acontecieron esporádicas reyertas armadas —algunas de las cuales trajeron consigo varias bajas civiles—. Los amantes, afligidos por el corte trágico de los acontecimientos, se vieron obligados a suspender sus amoríos de verbosidad, pues esa cerca de hierro y política levantada por los beligerantes a modo de control, y que ellos bautizaron después como el símbolo sus cortejos, tomaba ahora una forma sacrílega, intimidante, que nunca antes se habían siquiera parado a pensar: un muro inamovible que podría separarlos para siempre.

El paso de los días fue lacerante para él. Cada vez que el sol se alzaba victorioso sobre el valle era consumido por el sofoco que amenazaba con desquiciar su lucidez; y sus oídos, prestos de una agudeza ventajosa para un músico y desalmada para un loco enamorado, confundían las brisas que embestían desde el norte con los labios de aquella mujer, y los del sur con su piel, y los del este con sus ojos, y los del oeste con la plena felicidad que solo su sonrisa podía darle. Trató de ahogar los violentos impulsos de sus pupilas —que buscaban con desespero sintonizarse con las de ella— al ensimismarse en labores de agricultura, arando la tierra, arrancando malezas y regando con una vasija muy pequeña los inmensos cardos de fresas en los que se mantenía absorto, pero esto no hizo más que retardar lo inevitable: el aroma de esas bayas diminutas que brotaban de las siembras que lo acorralaban, sumidas en la inercia de un cardumen maquinal, trajeron a su mente el recuerdo del encanto travieso que emanaba esa mujer.

Fue así que, consciente de la amenazante guarnición que acechaba la cerca que bifurcaba la frontera, bordeando la demencia y temiendo olvidarla —o lo que era peor, que lo olvidaran—, blindó el casi inexistente coraje que le quedaba con el recuerdo de su amada, y, envalentonado, esperó a que se acrecentara la noche para partir en una búsqueda resguardada por la omnipresencia de la bruma, aun a sabiendas de lo que podría pasarle. Caída la noche, se aventuró ansioso hacia los confines de aquel muro cercado que le generaba millares de sensaciones del más pleno reposo y otra cuantía del más inescrupuloso desahucio —en una enfermiza competencia donde los vencedores eran los que más perdían—, esperando contemplar la silueta fina y atractiva de esa chica a quien amaba sin reservas, pues ambos compartían el vínculo de un querer propagado por las serenas brisas de otoño.

Al llegar, se entremezcló en el elevado herbaje de la ladera, procurando pasar desapercibido ante la terminante mirada de los reflectores nocturnos y la imponente presencia de varios militares chinos que custodiaban la reja —armados con rifles que helaban la sangre y vaporizaban el alma de tan solo verlos—. Preso de un sombrío respirar, acallado por la sinfonía de los grillos, y perturbado por los latidos descoordinados que rugían desde su pecho y se extraviaban en el acre baldío, observó inquieto todo montículo donde su novia pudiese yacer oculta; creía firmemente, y sin rastro alguno de duda, que al igual que él, ella no sería capaz de soportar el martirio de los pares separados, por lo que se aferraba a la inocente esperanza de verla aparecer grandiosa al reencuentro que habría de confirmar la locura de sus pasiones. Pero no percibió más aparición que la del congelado hálito de los guardias difuminándose en la eternidad de la noche.

Solo entonces se escuchó.

El sonido de una iracunda ráfaga de munición siendo descargada se apoderó por completo de la ambigüedad de la frontera, revistiéndola de una mórbida incertidumbre; aquel hombre se volvió sobre sí mismo rápidamente en un ademán de protección inútil, creyendo por un momento que lo estaban fusilando. Sin embargo, una vez el grito endiablado de los cartuchos había cesado, y al verse todavía con vida, una expresión de pavor absoluto le desfiguró todas las facciones del rostro: al otro lado de la cerca, reposada sobre el frío asfalto, bajo el resplandor fulminante de uno de los reflectores, se encontraba una canastita de mimbre repleta de bayas silvestres y azafranes, aun humeante por los impactos recientes de la pólvora.

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