Otro día en el paraísoEL ÁGORA DE LOS CONTESTATARIOS14 jul 20205 Min. de lecturaAutor: Sergio Ospina Quintero(Colombia)Otro día en el paraísoNormalmente la alarma suena a las seis de la mañana, lo cual indica que debo alistarme para ir al colegio. Mi madre se despierta a la par conmigo, enciende las noticias matutinas y se dedica a hacerme el desayuno mientras las escucha. Los días son grises a esta hora y el chorro del agua grueso cae helado, congelándome la espina dorsal. Mi madre siempre es rápida preparándome el desayuno, sus apuros son las novelas turcas que emiten todos los días en la mañana. Pero hoy es un día especial, mi padre se vuelve concejal de extrema derecha. Todos los vecinos nos envidian, por ser la casa más grande del vecindario, ellos tampoco ayudan, pues miran a todos por encima del hombro, siempre me criticaron por ser el niño rico. - Tu desayuno está servido, hijo. -Me dice mi madre después de yo salir del baño. Como es costumbre, llevo mi plato de comida a la habitación de mis padres, con la excusa de compartir con ellos, sin embargo, parecen idiotas viendo noticias todos los días, aunque a veces emiten cosas interesantes. Me siento encima de su cama y coloco el plato sobre mis piernas. “El desempleo en Colombia aumentó un 21%. Una tasa histórica para el país, todos estamos preocupados”. Esa fue una de las noticias que me marcó, mi madre estaba tranquila y serena como siempre, mi padre se está bañando y mientras lo hace canta vallenatos. Yo no entiendo porqué ellos están tan tranquilos, sabiendo que es una noticia aterradora, ¿acaso a nadie le importa mi país? Los extranjeros se preocupan más por él, que nosotros los colombianos. Son las seis y media, estoy listo para partir a la escuela. Agarro apurado mi mochila marca Gucci original, me despido de mi madre con un beso en la frente, me echa la bendición y me suelta para poder despedirme de mi padre chocando los puños. Faltan quince minutos para marcar las siete en punto, entro a esa hora, pero para mi suerte la escuela queda tan solo a cinco cuadras de mi casa. Saco los audífonos y pongo música con el volumen alto, para así no escuchar nada de lo que está a mi alrededor. Me siento como en una película de acción. Cabizbajo, con las manos guardadas empuñadas en los bolsillos de mi pantalón de tela gris. Lo primero que veo son mis zapatillas que yo mismo embolé el día anterior. A medida que voy caminando me doy cuenta que los hoyos en las calles son mas profundos cada día, los excrementos de los perros y la orina de los gatos se combinan y hacen que todas las calles huelan horrible, cada que camino por este lugar parezco jugando rayuela. Me gusta pasar por la casa de doña Fanny, soy amigo de sus hijos, Juan David y Catalina. Siempre salen a jugar con las mismas ropas sucias y untadas de jugo seco, siempre llevan las mismas chanclas azules dañadas. Al principio pensaba que eran sus pijamas, pero me doy cuenta que ellos no tienen la misma suerte que yo. Al lado de la casa de doña Fanny vive don Humberto, el típico señor barrigón de cincuenta años que pone las noticias a todo volumen como si el barrio entero quisiese escucharlas. A mi lado pasan dos mujeres con camisetas y gorras estampadas, alusivas al nuevo aspirante de la alcaldía en mi ciudad. Quieren hablarme, pero yo no las escucho por la música. Tan solo veo como su boca se mueve y me sonríen a la vez, sin embargo, su recado fue corto, pero antes de que se fueran me entregaron un panfleto con la biografía y las propuestas del señor. Sigo caminando, puedo ver a lo lejos las puertas abiertas de mi colegio, estoy muy cerca. Faltan diez minutos para marcar las siete en punto, voy a mitad de camino. Para pasar a la otra calle implica pasar por la avenida, pero es un idilio hacerlo, porque a parte de que no hay ni un solo semáforo las bolsas de basura regadas por todos lados no ayudaban mucho, eso es lo que mas me indigna de mi ciudad, “la ciudad cochina” siempre le digo así. Los indigentes siempre esculcan en la basura y comen de lo que hay allí, eso siempre me parte el corazón y cada que los veo haciendo eso decido ignorarlos, para no llenarme de tristeza y remordimiento. Faltan cinco minutos para marcar las siete en punto, logré pasar la avenida, aunque un bus rojo casi me atropella porque parecen apostando carreras. Falta una cuadra para llegar, siempre siento la misma sensación de nervios y nostalgia cada que me acerco a mi colegio. No sé cuantos pasaron a mi lado, pero era un grupo grande de solo hombres, con peinados alocados y con el uniforme mal puesto oliendo a marihuana, gracias a Dios no estudian en mi colegio. Faltan dos minutos para marcar las siete, pero entré. En la puerta siempre hay un profesor que nos recibe con cálido buenos días esperando la misma respuesta de nosotros. Todo va bien hasta ahora, me saludo con un estrechón fuerte de manos con mis amigos y con mis amigas un caluroso abrazo y un beso en la mejilla para variar. Es la hora de recibir clases y todos debemos subir al segundo piso del edificio e instalarnos en los salones de clase. En español nunca nos enseñan a leer o cosas de gramática, en ciencias sociales y química las profesoras nos enseñan de todo menos lo que en realidad debemos ver, la profesora de inglés nos prepara para las pruebas de estado con una simulación. En cálculo vemos cosas de universidad que nunca me va servir en la vida, el profesor de filosofía habla tan bajo que no puede entendérsele nada. Pero los estudiantes nunca nos quejamos de una educación mediocre que nos brindan, es más, nos preocupamos de cosas tan banales como el receso de clases o las vacaciones de mitad de año. Al llegar el final de la jornada, todos nos vamos para nuestros hogares, algunos se quedan recibiendo el almuerzo que les da el gobierno, es otra cosa que nunca entendí, pues siempre he pensado que todos los hogares son igual que el mío, pero insisto, no todos corren con la misma suerte que yo, incluso algunos tienen la mala suerte de no tener mamá y papá qué los espere en sus casas, tal vez, sean los mismos que reciban el almuerzo en el colegio. Es normal que a la salida algunos malandros esperen a muchos estudiantes para robarlos, se volvió pan de cada día. Por eso siempre agarro la avenida para regresar a mi casa, porque hay mucha gente y nadie puede robar a mucha gente. Siempre que salgo me encuentro con más indigentes y con más basura, la casa de doña Fanny siempre lleva las mismas cortinas dañadas, nunca las han cambiado, siempre comen al almuerzo aguapanela con galletas, y a todos sus vecinos les pide algo de comer, cosa que a mis padres nunca les ha tocado hacer. Cuando llego a mi casa suelto mi mochila y la tiro encima de mi cama y mi madre siempre me espera con un almuerzo rico y abundante, la misma sazón de mi abuela. Siempre que acabo duermo un poco en la tarde para reponer el sueño de la mañana y me encargo de hacer mis tareas y deberes como hijo. Es normal que mi madre siempre me mande y me obligue a ir a la tienda, cosa que odio, pero no puedo reprochárselo. Mis amigos viven al otro lado de la ciudad, por eso nunca salgo. Cada que voy a la tienda de doña Gloria me pregunta por mi madre y toda mi vida, como si le gustara el chisme. De eso se trata mi vida, un niño ricachón de dieciséis años bien parecido y arreglado que vive en los suburbios más bajos de la ciudad cafetera, no sé con certeza porqué nos mudamos a vivir aquí, tan solo sé que la realidad en que muchos viven no es igual a la mía y eso me hace afortunado. Me hace sentir como si viviera un día más en el paraíso.
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