Oda a los enemigos invisibles
- EL ÁGORA DE LOS CONTESTATARIOS
- 13 jul 2020
- 7 Min. de lectura
Autor: Leviatán
Ya habían pasado un par de semanas desde que los noticieros anunciaron la inminente consagración de una cuarentena nacional que ayudara a combatir a un enemigo que éramos incapaces de ver, pero que comenzaba a sentirse. Por esos días, Don Gustavo, el gerente de la empresa —una cadena de almacenes de ropa y accesorios—, preso de un perfil de incertidumbre y ojos cargados de senil melancolía, nos había explicado que se veía en la pudorosa obligación de suspender indeterminadamente las actividades laborales, a razón de aquellas medidas implementadas por el gobierno que impedían la operación de la mayoría de establecimientos metropolitanos, y a causa de un terrible desajuste financiero que estaba a punto de llevarlo a la quiebra. Para pasmosa fortuna de mi destino, y el de mis finanzas, aquel trabajo donde hacia las veces de cajero, o en ocasiones de asesor al cliente, solo era a medio tiempo; en las mañanas me desempeñaba como tendero en un pequeño supermercado a pocas cuadras de mi hogar, por lo que no tuve que enfrentarme de lleno con la incerteza del desempleado.
Una vez en casa, todo marchó con relativa normalidad; pronto me acostumbré al trajín de la vida doméstica. Como de costumbre, llegaba a mi apartamento a eso de las 11 de la mañana; en los primeros días de encierro, asumiendo la devota responsabilidad que conlleva vivir solo y automantenerse, compraba vegetales, tubérculos y legumbres —en las escasas verdulerías que aún se mantenían abiertas— para preparar mi almuerzo y tener los insumos listos para cocinar la cena más tarde. Pasados unos cuantos días, y con ellos la moral inicial, mi dieta se constituyó casi en su totalidad de comida a domicilio. Mataba mi tiempo libre inmiscuyéndome en series de crímenes y detectives, leyendo novelas románticas de corte shakesperiano, pensando por qué las lentejas tenían un precio tan elevado, y, sencillamente, reflexionando. En los días en que la lluvia crepitaba sobre los techos y las certezas, cubriendo bajo un umbral lúgubre y nubiloso el panorama de la ciudad, me cuestionaba sobre el porvenir del mundo, sobre lo que conocíamos como normalidad y lo que sería de la misma al abrir la puerta mañana; ¿Qué era sosiego allí donde se desbocaba todo ápice de certidumbre? Y más estremecedor aún, me taladraba con vehemencia conjeturar el qué pasaría con personas como Don Gustavo. Sin embargo, pese a las mañanas de labor, las tardes de ocio y las noches de cabalidad, no fue inverosímil sobrellevar la situación. De hecho, gané algo de dinero extra gracias a la alta demanda de toda clase de artículos que se presentó en el mercadillo, auspiciada, además, por nuevos productos que se absolvían de las restricciones excepcionales y llegaban a los anaqueles de exhibición, incluso dejó de llover tan seguido, las cosas empezaban a estabilizarse. O al menos eso parecía… hasta que llego él.
Había llegado al piso un poco más temprano ese día, una rutinaria revisión de salubridad por parte de algunos empleados públicos, decretada como obligatoria para que los locales —verificados por los entes de comercio— pudieran continuar sus actividades cotidianas en completa legitimidad con la coyuntural norma sanitaria, había allanado el recinto tras media jornada laboral, por lo que se nos autorizó a los empleados adjudicar de la otra mitad, tomándonos el resto de la mañana libre. Sin mencionar que el menú telefónico establecido tras la primera semana me ahorraba el tiempo de ir a las verdulerías. Al llegar, enzarcé la llave, gastada por la fricción que se producía cada vez que se acoplaba al mecanismo del cerrojo, en la puerta de aluminio endurecido coloreada de blanco, abriéndose con rigidez poco después. Entré sin rasgo alguno de discreción, lo que se anhela al adentrarse en aquello que se reconoce como hogar; puse mis zapatos sobre una remendada estela improvisada de trapos macerados y ropa vieja, arrojé con solemne dejadez la maleta que se descolgaba de mi hombro a un pequeño butaco de terciopelo glauco, y oprimí el interruptor de la luz, engastado en la pared donde se sostenía el marco de la puerta, haciendo que una tenue luminosidad sepia se apoderara del lugar de un fogonazo. Solo entonces fue que me percaté.
Sobre una de las poltronas de la sala, echado plácidamente, inescrupuloso y desidioso, con unos botines —ennegrecidos por los días campestres de acampada familiar— sacados directo de mi armario, recargados vilmente contra una pequeña mesita de té concéntrica a los muebles, se hallaba un hombre de indumentarias fúnebres y una piel tan exangüe como el mármol pulido, cuya grandilocuente presencia emanaba un halo de iridiscencia, colmado por el tedio y la tranquilidad pétrea de alguien que sabe que no puede morir. Sin embargo, pese a la aparición de aquella figura desconocida de aires impetuosos y ensimismada existencia, mi perro nunca ladró, ni siquiera se estremeció en lo más mínimo, simplemente se limitó a sacudir la cola con notorio alborozo y agachar cariñosamente las orejas, de tal forma que la mano del advenedizo pudiera acariciarle la cabeza. El estrépito desencadenado por la escena me encadenó los pies al suelo, incapaces de moverse, como si estos estuviesen recubiertos por una densa capa de tungsteno; pero no era pavor desaforado lo que entorpecía mis movimientos, así como tampoco era una alevosa mansedumbre lo que arraigaba el apego de mi perro hacia ese extraño, se trataba de algo mucho más cotidiano, realista, cercano: una sensación de degenerada familiaridad.
Cuando por fin obtuve la fuerza suficiente para soltar un fatídico y anémico lamento que me despejara del complejísimo inicial, traté de enmendar mi desbocada postura, recostando mi peso contra la severidad de una pared cercana procurando así no palidecer de improvisto. Relativamente revitalizado, espeté con dificultad algunas palabras revestidas de valía, antes de que el peso de la incertidumbre, de la que se iba permeando mi lengua, me impidiera volver a pronunciar palabra alguna. “¿Quién carajos eres tú?”. Pregunté, alejado de toda formalidad. El hombre, acomodado en los confines de mi sala, no se inmutó ante la pregunta, y un largo vacío gestado en la carencia de sonido devoró la capacidad de mis cuerdas vocales de hilar palabras. Contra cualquier pronostico, luego de un momento en el que mantener la compostura resultaba agobiante, respondió con una parsimonia inalterable y un tono macerado por ínfima soberbia. “Soy el tendero de un pequeño mercadillo”. De alguna forma, y sin tratar de hacerlo, con esa única frase carente de información y repleta de ambigüedad, logró convencerme de que ya nos habíamos conocido con anterioridad en algún otro lugar, pero ocurría que yo no era capaz de rememorarlo. Esa ignota revelación fue lo que me despojó por completo de toda simiente de desconfianza, y la que me cercó en la tarea de cortar el árbol del desentendimiento que enajena toda la luz que necesitan las pobres semillas del recuerdo. Me contó, poco después, cuando vio que el sudor nervioso e impasible que se me deslizaba por la frente había cesado, que necesitaba un lugar donde quedarse hasta que pasara el aislamiento, y que, estuviese de acuerdo o no, se quedaría en mi casa porque no tenía otro lugar del cual depender. Un embate de nostálgica compasión enterneció mi carácter, brindándole el beneplácito innecesario que no me pedía, pero que creía necesitaba. Así fue que empecé a vivir con el hombre olvidado, funesto y solitario que se había aparecido un día en la sala de mi apartamento.
A partir de entonces, cada vez que llegaba a mi hogar luego de culminadas las jornadas de trabajo, durante las cuales me carcomía la cabeza deliberando una batalla campal por ganar el derecho al recuerdo contra mis vivencias y memorias, me topaba con que el orden y la rutina se habían reducido a lejanos conceptos caídos en desuso de tiempos arcaicos. La casa se iba barnizado lentamente por el desasosiego propinado por un ente reprimido, quien, paradójicamente, se había liberado de la opresión gracias al enclaustro; aquel individuo, que disfrutaba al recostarse contra las sillas, paredes, camas y poltronas, en las posiciones más descabelladas concebibles, se pasaba horas enteras satisfaciendo sus sacrílegos despropósitos, los cuales, por desgracia, repercutían de forma directa en la disposición hogareña: se desplazaba de un lado a otro, habitación por habitación, trastocando cuanto objeto se encontraba en su transcurrir, se quedaba en vilo por largos periodos de tiempo contemplando con devota obstinación retratos inexistentes en las paredes, entablaba conversaciones de toda índole con ilustres invisibles, encendía el televisor solo para apagarlo repentinamente en un ciclo intermitente que transmitía bipolaridad a las inteligibles imágenes de las noticias que se apreciaban en fracciones de segundo, dejó de bañarse regularmente —llegando al punto en que el agua parecía corrosiva para él—, impregnando por todos los cuartos un penetrante perfume sudoroso ensopado en desinterés.
Aun así, lo que acabó royendo mi estoicismo, disminuido a medida en que avanzaba el calendario, impulsándome a cruzar la frontera del delirio, esa que se confunde tan fácilmente con la del desespero, no fueron aquellas ínfulas de lunático que no hacían más que agravarse diariamente, sino los alaridos de descontento y fatiga provenientes de actividades que nunca había realizado, pero que se adjudicaba con fervor. Comentó en una ocasión que el incansable pitido que emitía el cajero, presente cuando se registraban y pagaban productos, le taladraba el tímpano de tal manera que, al pararse del butaco en donde reposaba por más de 4 horas, debía ayudarse de un bastón para no perder el equilibrio en el camino de vuelta a casa.
Cuando por fin lo encaré de manera definitiva, una tarde lluviosa que recordó memorias y cabalidades pasadas que nos helaron los huesos, harto de los desbalances de criterio, de la usurpación de esfuerzo y vivienda, de las reyertas con mis memorias, de la muda de afecto hecha por mi perro hacia aquel forastero, y de un mundo desmigajándose destinado a empequeñecerse tras las paredes de los diminutos hogares, le vociferé que se largara, que a carencia de objetos, tomara su esencia y se perdiera de mi vista para siempre. Él, devuelta en la actitud altiva y serena con que lo encontré en sala la mañana en que se presentó, portador de un gesto de compasión trastocado, degenerado y vil, con una protuberante sonrisa cargada de maquiavélica satisfacción, me dedicó unas pocas palabras que hasta el día de hoy me atormentan.
—Podrás escapar y esconderte del mundo, pero jamás podrás deshacerte de ti mismo—.

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