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Carta a la Ignorancia

  • Foto del escritor: EL ÁGORA DE LOS CONTESTATARIOS
    EL ÁGORA DE LOS CONTESTATARIOS
  • 22 jul 2020
  • 6 Min. de lectura

Autor: Leviatán



Carta a la Ignorancia

Lunes 13 de julio de 2020, en una fría tarde de soledad.

Ignorancia, ¡querida amiga, cuánto tiempo sin hablarnos! Desde hace bastante tiempo había querido volver a escribirte, pero estos últimos años he estado tan distraído tratando de convivir conmigo mismo que se atrofió mi sentido del tiempo, apenas ahora le presté atención al reloj de madera que cuelga sobre mi pared, ni siquiera era consciente de que mis noches eran en realidad una confusión con los albores de la mañana, y fue gracias a ello que acordé, junto a yo mismo, un breve espacio de tregua en el cual pueda sentarme a redactar esta carta.

Dejando de lado el trajín en que se ha vuelto mi vida, dime, ¿cómo has estado a lo largo y ancho de estos años? ¿Por fin te has vuelto más estoica, caso que dudo, o en su defecto sigues siendo igual de espontánea? Ambos sabemos que no es necesario contestar eso, querida. Por ahí me enteré —junto a otras cosas de menor importancia— que te casaste con la Soberbia; debo confesarte que nunca me agradó ese tipo, ¡sigo pensando que la Humildad era mil veces mejor partido! Por lo menos él tenía un buen sentido del humor. Pero no quiero que pienses en ningún momento que el objeto de este escrito yace en jactarme de tus gustos tan… peculiares. En lo absoluto. Cuando nos vimos por primera vez, esa fría noche de marzo en los brazos de nuestra madre, me quede embelesado contemplando el halo de picardía y gracia que dimanaba tu personalidad, comprendiendo casi al instante que sería un insulto situarte en el mismo saco que los demás.

¿Recuerdas la rotunda hostilidad que flotaba entre la Vergüenza y yo cuando éramos niños? Pues te complacerá leer que nos hemos vuelto íntimos amigos, en un sentido anímico claro está. Las pugnas que manteníamos en el pasado ahora son el motivo de las risas del presente. Sé que escuchar esto puede parecer insólito y leerlo de mi puño y letra mucho más, hace un par de años ni siquiera yo lo hubiese creído posible, pero fue en un día de otoño en que ambos nos topamos por casualidad en una cafetería que nos dimos a la tarea de hablarlo. Ella me confesó que se comportaba de esa manera conmigo porque estaba celosa de la casi fraternal relación que teníamos tu y yo en ese entonces, y eso la llevaba a pensar que tal vez podrías llegar a olvidarla. Tras un par de expresos de ella y un café sin azúcar por mi parte, todo se resolvió cuando le dije que no importaba quién te estuviera acompañando, ya que tú siempre hallarías la forma de mantenerte fiel a tus amigos, aun cuando estos trataran de olvidarte. Desde aquel episodio reconciliador salimos a charlar y tomar café cada fin de mes, por ello es triste confesarte que no habrá más reuniones.

Aunque ya comprendo por qué la Vergüenza me trataba así, todavía intento asimilar lo que sucedió ese día. Se suponía que sería la Razón quien iba a ayudarme a formular la respuesta, llegué incluso a mirarla a los ojos, pero tu voz retumbó con más fuerza en la pared de mis oídos y la inalterable confianza de tus gestos me empujó a responder frente al maestro y todo el salón que los dálmatas eran vacas en miniatura; ella no perdió la oportunidad y estalló su satisfacción en un mar de burlas cuyo salitre fue coloreando la palidez de mi piel hasta volverla un carcomido rubor. Ese día aprendí que es mejor no escucharte.

Tu sentido del humor siempre fue tan impar como tus gustos. Dijiste entre risas que moriría solo, bueno, acertaste a medias. El mes entrante se cumplirá un año desde que me comprometí con la Alegría. Ella es una mujer tan risueña y encantadora que carezco de los adjetivos suficientes para describirla; llegó a mi vida mientras afrontaba una terrible situación que estuvo a punto de dejarme hundido en las profundidades de mi propia miseria, donde me ahogaba la falta de oxígeno y me desorientaba la escasa luz que se iba menguando a medida en que el abismo se acercaba en silencio. Pensé que había llegado al final de mi destino, que el mundo me había acorralado en un callejón sin salida y solo aguardaba por el golpe final, pero entonces apareció: cual ángel bajando del cielo, la Alegría me encontró en el fondo de la bruma y me ofreció su mano salvavidas diciéndome que todo estaría bien. Le creí. Sus brazos se volvieron mi cobijo y su regazo mi perdición. De seguro se llevarían bien, es más puede que ya se conozcan… me lo pregunto.

Tengo tanto que contarte que si dejo rienda suelta al bolígrafo es posible que acabe redactando una novela completa, por lo que lo dejaremos para otro invierno. Ahora me compete algo mucho más complicado. Por desgracia, he de actuar como el vocero que te ponga al tanto de las cosas falaces que se cuentan de ti en calles y establecimientos; pero no te preocupes por ello, sé que tales acusaciones no son más que simples calumnias, nos conocemos desde niños, hemos crecido el uno en el otro, por tal razón puedo afirmar con seguridad que se trata de un complot que busca manchar tu imagen.

Dicen los transeúntes de las adoquinadas veredas que tu naturaleza es perversa, que te regocijas confundiendo y desorientando a las personas como las dunas en los desiertos o las piedras musgosas en los ríos. ¿Cómo son capaces de graznar una mentira de tal calibre? Sabiendo que tú eres la base de toda comprensión, la brújula que orienta a los navegantes que se aventuran en el mar del conocimiento; gracias a ti, la nostalgia encontró su habitad natural en el pasado. Pero ellos lo han olvidado.

Se cuenta en las casas, escuelas y universidades que eres iletrada, de nula capacidad para perpetuarte en el papel. ¡Patrañas! Lo dicen como si tras el alfabeto se ocultase alguna clase de verdad inmanente, cuando en el mundo se pueden encontrar un centenar de saberes extraordinarios que palidecen bajo la sombra de un libro, cuyo único valor es la tinta que les da forma. He visto lápices más sagaces que las manos que los blanden.

Hace unos cuantos meses, creo que fue en febrero, estando en un bar robustecido por resplandores y clientela de neón, escuché de una mesa aledaña que en el mundo entero no existía persona más feliz que tú. Poco después me retiré del lugar. Sonreías en todo momento, es cierto, no puedo negarlo, ¿a cuántos no encandilaste con tus sensuales hoyuelos? Sin embargo, solo me era necesario ver tu rostro para darme cuenta enseguida de que aquello era una máscara de mármol, tras la cual te escondías cuando el cielo azul y el mundo malvado conspiraba en contra tuya. O al menos eso creías, porque nunca supiste si era cierto.

Querida, cuando un rumor resopla como el viento, tarde o temprano acaba volviéndose huérfano de origen, por lo que a estas alturas es imposible para mí decirte de quién o dónde salieron dichos enseres. Pese a ello, falta mencionar otro alevoso desliz que, a diferencia de los demás, su provenir no es ningún misterio. Y es que esta carta de hecho es una farsa: se trata de una disculpa disfrazada con sellos y estampillas.

Quise olvidarte muchas veces —justo como ahora quiero olvidarme de escribir este párrafo y volver al conflicto de yo contra yo—, renegar de que alguna vez llegaste a existir, por lo que en mí tan solo quedaba una fatal frustración cuando veía que podía borrarte de todo menos de mi sangre. Tu presencia me asediaba desde el apellido. De tantas bocas escuché que eras dañina que terminé creyéndolo y hasta fingí que me habías hecho daño; cuando me preguntaban si te conocía me apresuraba a reprimir todo recuerdo en el que pudiese estar la viva esencia de tu retrato y me limitaba a decir que no era así, que el día en que coincidimos en el hospital tú no me prestaste atención y seguiste de largo, como si yo no estuviera. Me arrepentí de tan fulminante error cuando ya no podía hacer nada, cuando era demasiado tarde, pues el recuerdo de tu figura rebosante de inocencia había dejado de existir y en su lugar se incubó una consigna funesta donde el muerto eras tú. Un imbécil, sí, no tiene otro nombre, fui un condenado marica.

Pude escapar a tu nombre, pero no al hecho de que te necesitaba. Lo tenía todo y me faltaba algo; cuando aprendí a olvidar, olvidé cómo aprender. Jamás presté atención al papel que desarrollaste en mi vida, pensaba que eras un extra cualquiera en mi obra, un elemento tan reemplazable como los árboles de cartón que hacían de fondo en el escenario, pero al final resultó que sobre tu cabeza reposaba lo boina del director. Lo que aseguraba entender se alejó flotando en la deriva de tu ausencia, se había soltado del puerto que lo mantenía fijo a la tierra. Tú eras ese puerto. Quizá fui el primer hombre en la historia que convirtió el cemento de su casa en arena por voluntad propia.

He sido muy imparcial contigo, Ignorancia, todos lo hemos sido, y es por eso que esta carta, además de una disculpa, es la última de nuestras despedidas, un adiós cristalizado en la trágica pasividad de una hoja descolorida. Vive en la máxima extensión de ti misma, burlona inocencia, porque a lo que a mi concierne, hoy muero sin saber quién eres.

PD: no volveremos a vernos. ¡Nunca!

Con amor, Arrogancia.

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